Exhibición, recital, sobrenatural, extraterrestre y un sinfín de adjetivos a cada cuál más exorbitado serviría para calificar la hazaña de Sébastien Loeb en el Rallye Tour de Corse de 2005. Para aquellos que no andéis muy finos de memoria, damos un salto en el tiempo y retrocedamos hasta el 23 de octubre de 2005, justo hace 15 años.
Por aquel entonces Loeb se acaba de adjudicar matemáticamente el segundo de sus nueve títulos mundiales de rallyes junto a su inseparable Daniel Elena. Por lo tanto, nos encontramos en los primeros compases de la era de ‘Seb I’ y el piloto de Haguenau se encontraba cada vez más fuerte respecto a sus rivales.
Con todo, llegamos al Tour de Corse, una de las pruebas más míticas del Mundial, la cita gala del WRC y en la que Loeb – sorprendentemente- todavía no sabía lo que era saborear las mieles del éxito ante sus compatriotas. Con todos estos condicionantes, y sin tener ningún tipo de presión por puntuar, el de Citroën se propuso hacer historia en Córcega y bien que la hizo.
La edición de 2005 del ‘Rallye de las 10.000 curvas’ constaba de 12 tramos repartidos en tres etapas que sumaban 341 km contra el crono. Sébastien, al volante del mítico Citroën Xsara WRC, hizo algo nunca visto hasta el momento en la historia del Campeonato del Mundo: ganar todos los tramos de un mismo rallye.
Loeb y Elena fueron capaces de ser los más rápidos en las doce especiales, nadie de sus rivales, entre los que se encontraban grandes especialistas de asfalto como Gilles Panizzi (Mitsubishi Lancer WRC), François Duval (Citroën Xsara WRC), Stéphane Sarrazin (Subaru Impreza WRC) o nuestro querido Dani Solá (Ford Focus WRC), pudo arrebatarle a la pareja de Citroën ningún scratch de la carrera isleña.
Para poner de relieve la hazaña cosechada por el nueve veces campeón del mundo, su sucesor en la cúspide de los rallyes, Sébastien Ogier, no fue capaz de igualar este récord en sus cuatro brillantes, exitosas y dominadoras temporadas con Volkswagen.
Aquel fin de semana de octubre, las carreteras de Córcega tuvieron el lujo de presenciar la consagración absoluta del piloto de Haguenau que se convirtió por derecho propio en el mejor de la historia – o por lo menos más laureado – del WRC.